viernes, 31 de mayo de 2013

Y Dana...

Y Dana...

Su marido, despeinado y a medio vestir, llegó a la puerta de paritorio, pero debido a las complicaciones, no podía entrar, ni recibir información

Y Dana...

La situación, dentro de la sala, seguía siendo una locura, mientras cubrían al neonato fallecido y preparaban al otro para la incubadora.

Y Dana...

El padre, en un amago de desmayo, consiguió abrirse paso hasta la sala.

Y Dana...

Si, Dana estaba viva. Pero no en buen estado precisamente. No estaba reactiva.

En ese momento sufrió una parada cardíaca.

Sólo oía aullidos del marido, aullidos de desesperación, mientras el guardia de seguridad tiraba de él para sacarlo de la sala.

Médicos intubando, dando masaje cardíaco... desfibrilando.

Y Dana...

Salió de la parada.

Pero, como dije anteriormente, a veces la naturaleza es sabia.

Dana sufrió un embolismo del líquido amniótico, es decir, una entrada del líquido amniótico en el sistema circulatorio, que va a los pulmones provocando un colapso de los mismos, y una posterior parada cardíaca.

Estuvo sin oxígeno 6 minutos.

Quedó en estado horrible. Totalmente anquilosada, con posteriores operaciones cardíacas, y con la mirada perdida. Tan solo producía sonidos guturales.

Pero lo peor de la situación, también, fue su marido.

Padre de dos niños, con uno fallecido en el parto.

Y con su esposa en estado vegetativo.

Estuvo en shock cuando se lo contamos todo. Creo que fue peor que si hubiese gritado, que si hubiese golpeado a alguien o que si se hubiese dado un tiro.

Tan solo puso la mirada perdida, y dijo, mientras varias lágrimas gruesas se resbalaban por sus mejillas:

"¿Que voy a hacer ahora con mi vida?, Salimos de casa con un hijo, esperando dos más, y no sólo me vuelvo con uno, sino que mi mujer... Oh, Dios, mi Dana..."

No lo pude soportar más y lo abracé, mientras lloraba con él en silencio.

Dana me enseñó que, muchas veces, es mejor no intentar las cosas hasta la extenuación, sobre todo cuando de salud se trata. Ellos sabían los riesgos y los corrieron, normalmente todo no sale tan mal.

Casi nunca sale tan mal.

El embolismo de líquido amniótico suele producirse, de media, en menos de 10 mujeres por cada 100.000 parturientas, pero las estadísticas se cumplen, y le tocó a ella.

Gracias Dana, por darme esta lección de vida. Seguramente seguirás viva, y espero que tu marido haya sabido llevar adelante la casa sin ti ( aunque estés), y que tu niño este sano.

Y, por supuesto, que Dana, tu hija que salió bien del parto, también.


jueves, 30 de mayo de 2013

Alarma y Parto

La mañana era clara y preciosa, con una suave aureola rosada cuando llegaba al hospital.

Esa mañana veía las cosas de otro modo, de forma más positiva y recuerdo, mi alegría era contagiosa.

Nadie me previno para lo que a continuación vendría.

Al subir las escaleras, y con una sonrisa de oreja a oreja, saludé al equipo, y me dispuse a tomar la tensión de las 8 de la mañana; como no quería perder de pronto el remanso de felicidad en el que me encontraba, decidí dejar la habitación de Dana para el final.

Esa mañana no había llegado aún su marido.

Abrí la puerta lentamente, para no despertarla, y me acerqué.

Cogí el manguito de la tensión ( aunque la tensión la tenía yo por dentro) y me puse a escuchar.

Me daba 50/30 mmHG, cuando a partir de 90/60 es baja.

Creí que me confundía, así que volví a hacerlo.

No había fallo.

90/80/70/60/50 (pum-púm...pum-púm....)30....

Encendí la luz.

Dana estaba bañada en un charco de sangre, inconsciente, más pálida que nunca.

Lo recuerdo como si fuese todo en cámara lenta, sin sonido.

Salí corriendo a avisar y nos la llevamos a paritorio, donde me enteré que según la legislatura española, durante un parto complicado el bebé tiene preferencia de salvarse, por delante de la madre.

Solo veía sangre, y gente corriendo de un lado para otro, poniéndole bolsas de transfusiones.

Y una matrona.

Era una escena escalofriante, me sentía invisible en medio de la multitud, pero nadie me dijo que me fuese.

Parecía que tenía que ser un parto instrumentado, ya que la madre no podía apenas empujar. Bastante tenía con mantenerse viva.

Cogieron las ventosas y los fórceps. Lo único que se veía era un señor montado en la barriga de Dana, empujando hacia abajo, y la tocóloga ( ya que en los partos instrumentados no pueden intervenir matronas), tirando como una descosida de la ventosa. 
Al parecer los partos complicados son así, ya que ví más durante dicho periodo, pero al principio choca.

Se veía la cianótica cabeza del primer niño, deformada como un pepino de las ventosas. 

Salió bien, el llanto de la criatura llenó la sala.

Fue un momento muy especial, los ojos me escocían por aguantar las lágrimas.

El segundo estaba saliendo.

La tocóloga gritaba que se preparasen, que venía con "collar" de la menos dos vueltas.

Salió del todo, y pude comprobar con horror que "collar" significa que el cordón umbilical se le había enrollado en torno al cuello, y que, aunque lo intentaron hasta la extremaución...

El niño había muerto.

Y el marido de Dana no llegaba.

Y Dana.... 


Evolución de estadío

Los días fueron pasando, y yo continuaba entrando en la habitación, tomándole la tensión, e intentando hablar con ella... pero parecía que no me oía, y la verdad, es que yo tampoco le ponía demasiado ímpetu;
El horror de su situación impedía que quisiese contestar las preguntas de un niño de 19 años.

Su marido, con el que fui trabando amistad, me comentaba que, cuando podía, iba a ver a su hijo, el cual estaba viviendo con sus abuelos de momento, ya que eran de un pueblo a casi una hora de camino.

Lo estaba pasando realmente mal, preguntaba por su madre, y, como es normal, un niño de 3 años no entiende que su madre tiene que estar en el hospital;

También me contó que, cuando ingresó Dana, esta intentaba sobreponerse a la situación, pero desde que al 6º mes le tuvieron que hacer un cerclaje, que es darle un punto en el cuello del útero porque está ensanchado y, aún sin moverse, podía abortar, todo fue de mal en peor.

Dana no comía; era un esqueleto con barriga;

Uno de los pocos sonidos que recuerdo de ella fue la mañana en la que le tuvimos que poner una sonda nasogástrica para alimentarla, porque llevaba días sin probar bocado;

El sonido de sus arcadas se me metió en los sentidos.

Pero no se movió ni un ápice; estoy seguro de que si hubiese venido con un hierro al rojo vivo y se lo hubiese colocado en su delicada piel habría gritado, pero no se habría movido.

Y si las cosas no estaban ya mal, cuando llevaba casi 8 meses de ingreso le dijeron que los niños estaban en un oligoamnio, es decir, que el líquido de las bolsa era muy muy escaso, lo que podía significar, entre otras cosas, que el resto de embarazo sería peligroso y que el parto sería duro.

Dana no se inmutaba, y me daba coraje, parecía que no sentía nada, y la situación era bien grave

Poco a poco se acercaba el momento del parto, y día a día la cara de Dana estaba más pálida, sus ojeras eran más marcadas y su visión estaba más perdida.

Le pregunté a su marido que porqué seguía a su lado cuando ella parecía casi no reconocerlo, no le echaba cuenta, y tenía un hijo en casa de sus padres sin entender nada;

Me dijo que porque él si sabía quien era ella; la mujer de su vida.

Y tenía que ser cierto, porque hay que querer mucho a una persona para no derrumbarse y estar en una habitación sin hablar con ella días y días;

De su boca solo salían palabras de cariño y apoyo.

De la de ella, cuanto más, un gemido.

Y aún, a día de hoy, no se expresar la impotencia que sentía al verlos, lo único que podía hacer era esperar...

Y el día del parto llegó.

Y descubrí lo sabia que es a veces la naturaleza.



miércoles, 29 de mayo de 2013

Dana

Dana era una señora de 29 años, con un diagnóstico de amenaza de parto prematuro.
Es decir, que al menor movimiento, indicio o problema, podía ponerse de parto.
Estaba de 7 meses, pero llevaba ingresada desde el 5 mes.

Nadie, ni yo mismo, puede suponer lo que es estar dos meses ingresada y agradecer, a Dios y a todo en lo que uno crea por llevar 60 días, que son 3.600 horas, en una habitación, cerrada, oscura, asfixiante... con miedo siquiera a respirar. Esa angustia por la necesidad de arquear la espalda; esa angustia por esperar a que te cambien con todo el cuidado del mundo un pañal, que te hace sentir degradada, para no moverte hasta el baño; 

La enorme vergüenza reflejada en su rostro el primer día que ayudé a bañarla martirizaba mi conciencia, y todo por aprender a mover a una persona en bloque que debe estar lo más quieta posible

Comprendo que me mirase con odio, con dolor y con tristeza, con amargor y con enfado... lo que nunca podré olvidar es cuando me miraba con miedo, con terror, con pavor, como si yo fuese su ejecutor, como si yo fuese el que le iba a quitar a sus niños.

Si, sus niños; era un parto gemelar.

Su marido, con el que crucé alguna palabra, me lo contó todo;

Dana era una chica preciosa, con la piel morena bañada por el sol, feliz y fulgurante, con ganas de vivir;

Con toda la ilusión del mundo, se casaron, y a los pocos meses de vivir juntos decidieron buscar su primer vástago, su primer remanso de alegría;
Tras un primer embarazo dificultoso, consiguieron tener a su primer hijo.
Dana, una chica ejemplar, contrajo una fuerte depresión postparto.

Un día él la descubrió con su querido primogénito asomado a la ventana en una de sus manos; 
si no hubiese llegado, habría muerto precipitado;

Tras meses de terapia, Dana consiguió recuperarse, y nunca se perdonó aquella acción; ella y su hijo se hicieron inseparables;

Al poco de rehacer su vida, todo volvió al principio; el horror invadió su alma al recibir la noticia de que estaba, de nuevo, en cinta; de gemelos.

Intentó superarlo, intentó ser normal; al quinto mes la encerraron en una celda llamada hospital porque sino podía perder a los niños, ya que el simple hecho de caminar podría producir su muerte.

Y quizá era lo que ella quería;

Sentir el dolor de todo lo pasado con lo anterior y su nueva situación.

La impotencia de no saber como actuar.

El horror del alma apagada en una cáscara vacía llamada cuerpo.

Pero su sentimiento de culpa por lo anterior era tan fuerte que llevaba desde su ingreso casis sin respirar, casis sin moverse, casis sin sollozar...  casi sin hablar.

Yo nunca conocí su voz

Y creo que es suficiente preludio para saber que si nunca escuché su voz...

Es que la bomba de relojería que era Dana no acabó bien.


lunes, 27 de mayo de 2013

Diario de un enfermero, 2ª parte

Tras cumplir mi primer año de carrera, y con la moral más que reforzada, me adentré en el mundo de la maternidad en mi segundo periodo de prácticas;

Existe la creencia general de lo maravilloso que debe de ser un hospital maternal; los niños, berreantes, sonrosados y graciosos, recién nacidos, y sus madres y familias felices y contentos, por el milagro de la vida.

Pero a todos se nos olvida que esto conlleva un proceso.

Y que en dicho proceso puede ocurrir problemas.

Cómo no, a mi no me tocó una planta denominada "de la felicidad" como es puerperio, o postparto (para los de la logse), sino en la planta en la que había problemas, o patología del embarazo.

El lugar era demencial.

 La mezcla de tensión, nerviosismo y hormonas flotaba por el aire; y qué hay peor que mezclar a una madre, que aún no lo es, pero que tiene problemas antes de empezar.

Todos esos sentimientos, al que se le añade la impotencia de no poder hacer demasiado por estas criaturas, ya que, aunque se olvide a veces, no somos dioses, sino solo personas que hacemos lo que podemos.

Y ante muchos casos no se puede hacer nada.

Recuerdo el primer día como si fuese hoy. Subí, con más nervios que cabeza, hacia la 4ª planta, pues allí se ubicaba lo que sería mi emplazamiento de trabajo y aprendizaje durante casi 4 meses; y 4 meses dan para mucho.

Como era Febrero, cuando llegaba a las 7:30 am al servicio, aún era de noche. Las habitaciones estaban cerradas, y la luz, no era más que una tenue luciérnaga que parpadeaba en el pasillo, al más puro estilo de
"Sillent Hill" que puedo recordar.

Caminé despacio, para no romper el silencio creado, en el que no sabía porqué, la tensión podía cortarse con cuchillo, hacia la mitad del mismo, donde una luz blanca salía del control de enfermería.

Allí me encontré con quién me tutorizaría y me enseñaría muchas cosas a lo largo del periodo, una señora que, aunque parecía áspera y demasiado seria, luego demostró que no era así, solo que estaba curtida en el dolor y en las situaciones adversas, como su trabajo le exigía.

Qué paradoja, siendo hombres la mayoría de los pacientes ingresados en hospitales, que el primer día, volvió a ser una mujer:

Al entrar creía encontrarla desmayada, por sus labios y piel pálidos y blancos como el nácar, pasto de la falta de sol y de la deshidratación.
Estaba muy oscuro.
No hice nada de ruido, pero parece que me sintió;
Entre sus marcadas ojeras había dos pupilas,  negras y profundas, como dos pozos,, hundidos en la desesperación, en el amargor más doloroso, con un brillo casi de locura; cuando le tomé la tensión, no se movía un ápice, ni me dijo nada.

Su enorme barriga, para un cuerpo delgado de apenas 1.60 parecía hundirla en la cama.

Esa habitación tenía la habilidad de hacerme sudar como si de un horno se tratase, pero por dentro siempre sentía frío.

Como si belcebú hubiese hecho acto de presencia, huí de la habitación, con el sentimiento de tridteza y miedo que se puede sentir al no saber nada.

Creo que no he de añadir que entré, no solo una vez, sino muchas veces más. Su nombre, para que podamos referenciarla, será Dana, como la diosa céltica irlandesa apodada "madre".

Volví a pecar de ingenuo esa mañana, me dejé dominar por el miedo, por la tristeza y por lo chocante de la visión; pero, aún así me enseñó una gran verdad que sigo comprobando día a día.

Aunque sufras lo indecible, y no lo merezcas, el final puede ser amargo.

Muy amargo






jueves, 23 de mayo de 2013

Crónica de una Despedida

Era el último día para finalizar mi periplo por oncología. 

Y aunque pasen tres milenios, nunca podría olvidarlo.

Comencé a subir las escaleras hasta la 4ª planta ( que es donde se encuentra emplazado el servicio), esa mañana no quería coger el ascensor.
Subía los escalones, mientras los contaba en un vano intento de ocupar mi mente, a sabiendas de que llegaría tarde.

Uno, dos,tres... 

Diría que tenía miedo, pero mi sensación de auténtico terror, que me subía por el pecho y me apretaba el cuello hasta dejarme sin aliento es casi indescriptible.

El sudor frío perlaba mi frente.

catorce, quince, dieciséis...

Estaba totalmente acongojado. No quería pensar en lo inevitable, pero todo podía ocurrir, y no estaba preparado para aquello, si finalmente pasaba.

treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve...

Y cuarenta. Vi la entrada del pasillo, ese endemoniado y negro pasillo que me hacía un nudo en el estomago al caminar sobre él.

Totalmente abotargado, me dirigí sin saludar siquiera (y soy bastante educado), en lo que me pareció flotar hacia la habitación.

Allí estaba, con una perfusión continua de mórfico. O eso ponía en el bote.

Y, aunque anteriormente dije que no estaba preparado para verla morir, saqué todo el valor que tenía.
Lo que no estaba era preparado para lo que vendría después.

Estrella estaba dormida. Pasé lo que me parecieron 10 días a su lado ( que no fueron más que un par de horas) ya que sabía lo suficiente como para ver que estaba muy mal.

Al final de la tarde, abrió los ojos. Y me volvió a sonreír. Y yo le devolví la sonrisa. 

Y entonces me dijo unas palabras que me han marcado y me marcarán el resto de mi vida, en un tenue susurro, con una voz que, en vez de ser la de un moribundo, parecía la de un mismísimo ángel:

" ¿Sabes porqué sonrío tanto, Manuel?
 -tragué saliva-
Porque por fin todo va a terminar." 

"Gracias"

Cerró los ojos y no los abrió más.

Gracias a ti, mi "Estrella", gracias de corazón, porque gracias a ti hoy soy mucho más humano.

Espero que esto te honre. Siempre sonrío, sobre todo cuando pienso en tí.

miércoles, 22 de mayo de 2013

Se tuercen las cosas

Cuando me dirigía, por tercer día, al servicio de oncología, un escalofrío surcó toda mi columna, como si de un relámpago se tratase, y erizó todo el vello de mi cuerpo. Algo no iba bien.

Subí las escaleras, llegué a la entrada del lóbrego pasillo (que continuaba asustándome), y me dirigí, sin más dilación, a su habitación. El corazón me dio un vuelco. No había nadie.

Con el corazón en un puño, me dirigí paralizado hacia el control, y con un la voz en un hilo, en lo que pareció un susurro, pregunté por ella.

Aquella noche había empeorado mucho, y la habían bajado a la UCI. Pregunté por su reacción, por si sabían algo, en un intento vano de calmar mi desbocado corazón. Parece ser que estaba mejor, pero en sus voluntades vitales destacaba el hecho de que, a petición propia, si se paraba no quería que la reanimaran.

A las pocas horas subió, con la sonrisa que le caracteriza, pero con la tez blanca como el nácar, y diez años más. Pensé que la UCI tenía que ser un lugar horrible para hacerle eso a una persona. Como ya he comentado, yo no era más que un niño con pijama blanco, al que le venía grande (en los dos sentidos)

Hablé con ella. Intenté hablar con ella. Intentando que las lágrimas no desbordasen mis ojos, le pregunté que como estaba. Me dijo, en una voz tan tenue que no se si fue mi imaginación, que ahora estaba bien, ya que estaba yo.

Se durmió. Pasó toda la tarde dando cabezadas, con máquinas que no llegaba a comprender pitando, y asustado. Que niño era. Cuando llegó la hora de mi salida no quería irme, pero en mi casa no comprendían que me quedase, tan chico en un hospital. Me dio pena despertarla. Le di una caricia en la frente, y noté como algo húmedo se deslizaba por mi mejilla, ardiendo, mientras se me nublaba la vista. Fue el detonante para irme. Y, aunque no aguantase más el dolor en mi alma, me fui contento por saber que, al menos estaba bien.


Iluso de mí. Aún no sabía que iba a ocurrir.

martes, 21 de mayo de 2013

Estrella

Estrella era una chica de unos 32 años, que ya había recorrido el amargo camino de la desesperación con la muerte de sus progenitores hacía unos meses , en un accidente de tráfico. Ella también iba en el vehículo, y me repetía incesantemente la mortífera escena:

"Salíamos del centro comercial, (decía) y sentí un enorme golpe y ruido.
Silencio.
Oscuridad.
Oscuridad y silencio.
Dolor.
Mucho dolor.
Dolor insoportable, sangre, vísceras, gritos y sirenas.
La mirada fija de lo que quedaba del amasijo de carne que era el rostro de mi padre".

Después de dos meses hospitalizada, en la que recibió ayuda por parte de salud mental, salió a la calle, sin nadie, ya que era hija única y no tenía abuelos, ya que fue un "accidente"(que irónico) que naciese, y llegó a destiempo.

Pocos días después, sintió un dolor desgarrador y comenzó a sangrar, a borbotones por la boca y por el recto, en lo que ella pensaba sería una secuela. No sabían que era. No encontraban nada que lo explicase.
Una prueba, otra y otra más (que más da cuales fueran) y nada.
La maldita incertidumbre no le dejaba pegar ojo.

Y por fin, tras varias semanas, tuvo su diagnóstico:
Cáncer.
Esa palabra que tan solo con nombrarla, y aunque los sanitarios digamos que no muchas veces hoy en día, suena a muerte, a sentencia, a sufrimiento y a dolor, a más dolor después del que estaba pasando espiritualmente.

Y Estrella me sonreía, a pesar de que había ido a  parar a un lugar tenebroso, lúgubre y horrible, donde la lógica dicta que te irás apagando como una vela, día tras día, en una habitación compartida con otro ser moribundo, como tú, pero que no te hace sentir más comprendido.

Pero, joder, Estrella sonreía. Me apena decir que me crispaba los nervios. Era un chico estúpido que no comprendía porqué sonreía, con aquellos dientes perfectos, de forma tímida pero amplia, y con un deje de amargor.

Entraba en la habitación a hablar con ella, a ponerle sus numerosos botes de medicación inútil, pero sobre todo a hablar con ella. Me preguntaba por los míos, por mis padres, por mi vida. Y yo, egoísta de mi le contaba, sin saber nada entonces, lo feliz que era, la suerte que tenía por empezar lo que empezaba; la ilusión de un joven que desbordaba vitalidad, frente a la pálida paciente que casi no se tenía en pie, con su palo con ganchos y su dieta parenteral colgada, que ella solía llamar " su plato de cuatro tenedores", mientras sonreía.

Al final del segundo día le pregunté, sin titubeos,
que porqué sonreía tanto,con lo horrible que era su vida, lo mal que lo había pasado;
le dije que si no entendía su situación, que era una inconsciente;
le dije que podía morir.



Y Estrella sonrió.




lunes, 20 de mayo de 2013

Diario de un Enfermero

Cuatro años después, y a punto de finalizar mi periodo de "obligada formación", aún recuerdo la primera tarde en el servicio de oncología.

Era un chico de 18 años recién cumplidos, y sentía una mezcla entre miedo, pánico y pavor. Llovía a mares.
El lúgubre pasillo se extendía frente a mi sin tratar de parecer tan oscuro como realmente era, pero aún así, se me puso la piel de gallina.

Entré en el control, y me presenté como el nuevo alumno en prácticas que pasaría cuatro días con ellos, y, casi sin molestarse en mirarme, me dijeron unos nombres que olvidé en el acto, además de asegurarme de forma sarcástica que había tenido mala suerte de empezar el día en el que quién me tutorizaría no estaba.

Esa tarde, tras convertirme en la sombra de la insípida y sebosa encargada, me dí cuenta de que no tenía nada que temer; egoísta por mi parte, los frágiles y pálidos cuerpos que moraban las habitaciones eran, sin duda alguna, los únicos que tenían que mucho que perder, y no yo. Aunque mirarse al ombligo en los comienzos es algo de obligado cumplimiento.

Recuerdo cuando, con la mente en blanco, entré en su habitación; inconsciente de mi, la intenté contagiar de mi juvenil alegría, mientras con la fría aguja y la jeringa le sacaba sangre, y escuché algo peor que todos los gemidos de sufrimiento que resuenan en mi cabeza tras casi cuatro años de trabajo: el sonido de una carcajada, amplia y sincera, pero con un trasfondo de horror y amargor. Aún la oigo a veces, con su pijama desgastado por los múltiples lavados y su bella sonrisa.
La llamaré Estrella, por el brillo de sus ojos al hablar, y porque, en ese horror de lugar fue, para mi y mis comienzos, como la brillante luz que surca el cielo en el negro espacio, o, en este caso, como la sonrisa que iluminó mi vida durante esos cuatro días tan intensos, los cuales recordaré siempre, con dolor y cariño, pero sobre todo con una inmensa gratitud hacía su persona, que al final de su vida y sufrimiento, supo darme una oportunidad: 

La oportunidad de ser mejor persona.