miércoles, 22 de mayo de 2013

Se tuercen las cosas

Cuando me dirigía, por tercer día, al servicio de oncología, un escalofrío surcó toda mi columna, como si de un relámpago se tratase, y erizó todo el vello de mi cuerpo. Algo no iba bien.

Subí las escaleras, llegué a la entrada del lóbrego pasillo (que continuaba asustándome), y me dirigí, sin más dilación, a su habitación. El corazón me dio un vuelco. No había nadie.

Con el corazón en un puño, me dirigí paralizado hacia el control, y con un la voz en un hilo, en lo que pareció un susurro, pregunté por ella.

Aquella noche había empeorado mucho, y la habían bajado a la UCI. Pregunté por su reacción, por si sabían algo, en un intento vano de calmar mi desbocado corazón. Parece ser que estaba mejor, pero en sus voluntades vitales destacaba el hecho de que, a petición propia, si se paraba no quería que la reanimaran.

A las pocas horas subió, con la sonrisa que le caracteriza, pero con la tez blanca como el nácar, y diez años más. Pensé que la UCI tenía que ser un lugar horrible para hacerle eso a una persona. Como ya he comentado, yo no era más que un niño con pijama blanco, al que le venía grande (en los dos sentidos)

Hablé con ella. Intenté hablar con ella. Intentando que las lágrimas no desbordasen mis ojos, le pregunté que como estaba. Me dijo, en una voz tan tenue que no se si fue mi imaginación, que ahora estaba bien, ya que estaba yo.

Se durmió. Pasó toda la tarde dando cabezadas, con máquinas que no llegaba a comprender pitando, y asustado. Que niño era. Cuando llegó la hora de mi salida no quería irme, pero en mi casa no comprendían que me quedase, tan chico en un hospital. Me dio pena despertarla. Le di una caricia en la frente, y noté como algo húmedo se deslizaba por mi mejilla, ardiendo, mientras se me nublaba la vista. Fue el detonante para irme. Y, aunque no aguantase más el dolor en mi alma, me fui contento por saber que, al menos estaba bien.


Iluso de mí. Aún no sabía que iba a ocurrir.

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